Nadie le negó al hijo pródigo que se saciara de las algarrobas que comían los cerdos, como tampoco a Lázaro de lo que caía de la mesa del rico. Pero nadie les acercó lo que para ellos era suficiente alimento. En los tiempos que corren, a los pobres les es vedado recibir lo que a la opulenta sociedad moderna le sobra, que no es poco, según ha denunciado recientemente el papa Francisco ante la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao) en su trigésima octava Conferencia. Recurramos a lo que sabemos y cualquier organización solidaria esgrime como argumento para que la situación cambie: Millones de personas mueren de hambre, cuando la realidad es que hay sustento para todos. Lo que pasa es que está mal repartido. Es por tanto una cuestión de justicia y dignidad universal la distribución equitativa de los recursos.
Ahora bien, para el problema de la hambruna en el mundo nuestros políticos se han sacado de la manga una solución estrafalaria: recurrir a la ingesta de insectos y medusas. Es decir, dejan para los desheredados lo que a los poderosos sólo les vale para presumir de cierto esnobismo exótico en sus pantagruélicas cenas, cuando introducen en sus conversaciones los chapulines comidos en México o los cuerpos mucosos saboreados en restaurantes chic de comida oriental o aplicados en tratamientos faciales de lujosos salones de belleza. ¿Por qué no se aplican el cuento y se dejan fotografiar comiendo artrópodos y celentéreos en las mismas condiciones que sugieren al prójimo? ¿Por qué no los incluyen en sus dietas y así reducen también costes? Pero no, ya a los parias les niegan incluso las algarrobas de los cerdos y las migajas del rico.