Desconozco por qué el autor de esta obra, Adriano Guillén Moral, me pide que le escriba un prólogo: por haber sido su compañero de carrera y de piso; por ser grandes amigos; por haberme dedicado al estudio de diccionarios como el suyo; por todas estas cosas a la vez; por ninguna de ellas; por otras distintas; por vete tú a saber… El caso es que llevaba tiempo deseando hacerlo, pues han pasado cerca de dos décadas, nada más y nada menos, desde que sé de las intenciones del vocabulista de confeccionar un tesoro en que se acumulen vocablos y expresiones, pero también vidas, experiencias humanas, historias, costumbres… las de su pueblo, La Bobadilla (Jaén).
Para quienes hemos pasado tanto tiempo con Adri (dejémonos de formalismos) nada de su tierra nos es ajeno, hasta el punto de que La Bobadilla se nos ha convertido en un territorio mítico: algo así como el Comala de Juan Rulfo, el Cicely de Doctor en Alaska, el Fargo o el Twin Peaks de las producciones del mismo nombre… por señalar ámbitos que me surgen a bote pronto. Si lo tratas, imposible no conocer el escenario en que más cómoda y libremente se mueve Adri. Porque en el fondo, como muchos de nuestra generación, es un niño tímido que a base de esfuerzo ha salido de su zona de confort para, así, poder desenvolverse cómodamente en diversos hábitats, más o menos hostiles.
«Déjate llevar por el niño que fuiste», escribe José Saramago en su proyectado Libro de los consejos, autor por el que Adri y yo sentimos una devoción compartida. En estas fechas he terminado el último de los cuadernos que el autor dejó escrito, el sexto, el del año del Nobel (1998). ¡Y me he acordado tanto de mi amigo! De sus ideas, de sus convicciones, de su apego al terruño, a las raíces… Quizás porque, como dijo Unamuno, estemos ya viéndole las espaldas a la vida; quizás porque estemos iniciando el aterrizaje, sin prisas, preparándonos tranquilamente para la última maniobra; quizás por todo eso, llegue su vocabulario en el momento más oportuno de nuestra existencia.
Es la vuelta a los orígenes, si es que alguna vez hemos salido de ellos. El solar donde se nace es un estado soberano, más que un espacio físico. De ahí que siempre vaya con nosotros. No es otro el sentido original de nación, lugar de nacimiento, conforme a su etimología (tampoco olvidemos el significado primigenio de las palabras). Siempre nos acompañarán la casa, la calle, el barrio, el pueblo, el campo… A cierta edad, se recuerda con mayor nitidez los juegos de la infancia que lo almorzado ayer. La cuna ocupa el centro del mapamundi que traza nuestra geografía sentimental. Y, alrededor de ella, las regiones en que alguna vez fuimos felices. Más allá, finis mundi, hay dragones de tristeza.
Con su obra Adri se ha convertido en cartógrafo de lo escuchado. Los aspectos técnicos, a decir verdad, me interesan bien poco. Nos los guardamos él y yo para nuestro capote, los discutimos en la esfera de lo privado, pues el valor de su vocabulario está por encima de las veleidades de la relamida coherencia. Es la única forma de ser fieles al único principio válido que siempre hemos defendido: un diccionario será mejor cuanto peor sea la técnica aplicada en su elaboración. Los casos más evidentes los encontramos en el Tesoro de la lengua castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias o el Diccionario nacional (1846-47) de Ramón J. Domínguez. Bajo este principio hemos vivido y a él jamás renunciaremos.
De todas formas, su trabajo está muy bien hecho, por dos razones fundamentales. La primera, por querencia a los expertos que ha seguido y que siempre han estado a su vera. La segunda, y más importante, por la sinceridad con que ha obrado: testimonios reales, oídos de viva voz durante las faenas del campo, al calor de las conversaciones que tratan de mitigar el frío de la escarcha del olivar o en las bromas y burlas mientras se aprovechan los estragos de la matanza. Vecinos y parientes forman una red de informantes muy particular pero no por ello menos válida, hasta tal punto que se podrá decir cualquier cosa de él, pero nunca se podrá tachar al universo consultado de poco representativo.
El Vocabulario andaluz de La Bobadilla (¿por qué añadir andaluz?, ¿acaso no es redundante?) es una referencia léxica, dialectal y etnográficamente muy aprovechable, convertida no sólo en un tesoro de la forma de hablar del pueblo (de seguro, también de la comarca y, ampliando el radio, de la provincia y la región enteras; dejemos de vindicar la presunta excelencia de los exclusivismos). La obra es, así, resultado y actividad (ergon y energeia dirían nuestros queridos lingüistas, Coseriu a la cabeza), producto y fuente de la que manan futuras investigaciones, a la que irremediablemente tendrán que acudir los que se dedican a esto si quieren conocer la foto fija del hablar tomada por el retratista.
He dicho foto fija pero más bien es un álbum de instantáneas, muchas de ellas reveladas en blanco y negro y otras incluso amarilleadas. Hemos tenido la suerte de que Adri cazara las palabras y las metiera en su laboratorio antes de su pérdida definitiva. Dejemos para una próxima edición las ilustraciones reales, no sólo las verbales, aunque se cierna sobre nosotros la constante amenaza de no tener ya nada que fotografiar. Es el signo de los tiempos: desaparecen las voces porque también lo hacen las realidades que nombran; o, más triste aún, porque todo se reduce a unos cuantos nombres, perdiéndose así las connotaciones patrimonialmente legadas por nuestros mayores.
Termino volviendo a la vida y sus espaldas. Pocas cosas permanecen invariables en esta segunda parte del camino. Puede que encuentre otras que se añadan a las existentes. Todas ellas me acompañarán hasta el final: mi familia, una bicicleta, unos pantalones de pana en invierno y unas sandalias en verano, un reloj Casio, mi colección de clicks y de figuras de La guerra de las galaxias, mi cajita con pastillas de regaliz puro en el bolsillo, un cuaderno, mis libros… Y mi amistad con Adri. Volveré algún día a La Bobadilla, con su diccionario en la mano, y trataré de identificar todas las cosas y todos sus nombres. Nos tomaremos algo en cualquier terraza. Hablaremos. Recordaremos. Reiremos. Así de simple.