Motete

Si Paco me pide un prólogo para su nueva obra, aquí que me tiene, dispuesto a redactarlo. Porque no creo que en Andújar apueste alguien más por mí que él. Yo diría que es el único que sigue pidiéndome que participe más en la vida cultural del pueblo, a mí, exiliado mitad por elección personal mitad por circunstancias de la vida. El cordón umbilical que me sigue uniendo a Andújar es cada vez más fino. Y bien que lo lamento. ¿Terminará alguna vez cortándose, dejando de serme fuente nutricia? No lo sé, pero lo cierto es que, si no fuera por Paco, no sabría de muchas cosas que pasan, no conocería lo que se cuece. Y bien que se lo agradezco. Sirva esta breve pieza introductoria a otro de sus trabajos –siempre aprendiendo de él– como muestra de la infinita gratitud que le guardo.

Entre mis poemas inéditos, conservo uno titulado «Mote». Dice así: «Tenlo siempre en cuenta: / el nombre que te dieron no es el justo, / mas te acompañará por siempre, / como el pecado. / De ahí que te llamen diferente / los hombres. / Nunca lo olvides: / ellos sabrán, mientras avanzan / tus pasos, cómo has de llamarte. / El tiempo salva siempre el desajuste». En efecto, los latinos asociaban el nombre con el destino (Nomen est omen). Así te llamas, así serás. Y si en parte llevan razón, el acierto seguro lo brinda el tiempo, que es lo que necesitan los demás para colgarnos el apodo o el mote que más nos conviene en función de nuestro ser, tanto el físico (taras, cualidades o atributos, que de todo hay) como la psique (manías, fobias o hábitos, que de todo hay también aquí).

El novelista Rafael Sánchez Ferlosio dedica unas páginas jugosísimas al apodo. Es lo último que he leído sobre este concepto –está en el primer tomo de sus ensayos, Altos estudios eclesiásticos (2015, aunque manejo la edición de 2018) y, paradójicamente, es lo mejor que me he podido encontrar al respecto: «Un nombre propio le va bien a cualquiera que se le imponga; un mote –que viene a ser un nombre motivado–, como «Bigotes-tristes», al contener una representación, es algo más comprometido: puede ser un retrato bueno o malo» (p. 234). Y más adelante: «Los motes pictóricos, como «Bigotes-tristes» […] no surgen nunca al servicio de necesidades funcionales de identificación y determinación de las personas, sino que pertenecen a las manifestaciones lúdicas del lenguaje» (p. 240).

Es decir: el mote, el apodo, es un nombre gráfico, parlante y, por tanto, motivado. Paco y yo compartimos el mismo nombre: Francisco, procedente del italiano, que etimológicamente significa ‘francés’. ¿Y qué tenemos él y yo de gabachos? Absolutamente nada. Es pura convención lingüística. Pero si llamamos a alguien Bigotes-tristes será por algo, es decir, hay una motivación. Y es donde el lenguaje se pone más juguetón, pues son la gracia y la ocurrencia reflejadas por el magín del onomaturgo las que garantizan el éxito del nuevo nombre. Y pongo el ejemplo esgrimido por Sánchez Ferlosio para que nadie en el pueblo se sienta aludido, pues la realidad no siempre es tan apacible como la estoy pintando (al fin y al cabo, ser un Bigotes-tristes tampoco es nada malo).

Porque… cuántas discusiones, peleas o trifulcas ha habido por un mote que no siente bien al apodado. Me pregunto si a Paco no le traerá problemas esta publicación. Menos mal que se ha curado en salud, pidiendo permiso al respetable antes de poner estos nombres motivados. El de apodar es un arte cuyos resultados pueden gustar o no. A unos les hará gracia; a otros, maldita la que les hace. El mote es anterior al nombre. En los tiempos míticos se motejaba a las personas para identificarlas. Ahora el nombre con que figuramos en el Registro Civil cumple esa función determinadora del individuo. Y puede gustar más o menos –para eso están los hipocorísticos, para tratar de mitigar el posible sinsabor–, pero no hace daño a nadie, ni siquiera a quien lo recibe.

El nombrar a las personas es un continuum cuyos extremos van del simple antropónimo al insulto. El mote será más pernicioso cuanto mayor sea la querencia al baldón. Esto no sólo se refleja en la lengua. ¿Qué es una caricatura sino un mote hecho pintura? Tampoco les pasa sólo a las personas. ¿Acaso cuando llamamos Trasto o Manchita a un perro, o Galán o Trueno a un caballo, no estamos apelando a un rasgo del animal? Definitivamente, el motejar es un arte trascendente. Luego estaría su caracterización. Como un episodio de fonética impresionista, debo comentar la extremada abertura de la pronunciación de la vocal final, característica de nuestro pueblo, dando lugar a entenderlo como plural, lo que refuerza el carácter desmesurado del apodo.

He aquí ejemplos: Jaquecas, Empujones, Faratratos… A mayor gracia, menor la descalificación. El ingenio de un pueblo se mide por su destreza como funambulista, capaz de guardar el equilibrio sin caer en el fango de lo chabacano. Paseo por el libro y me encuentro una Andújar que no son sus edificaciones, sino la gente a la que saludo cuando me dejo caer por allí, de manera que me encuentro en casa toda la ciudad, toda Andújar en un solo libro. Desconozco si me siguen llamando por allí de alguna manera (mi casa aquí se conoce como La casa de los maestros). Pero, si no es así, mal asunto: señal evidente de desarraigo. Alguna vez fui conocido no con mi nombre. Ya no lo sé. El libro de Paco –legado que permanecerá para siempre, al plasmarlo en papel– parece confirmar mis sospechas.