Hacer cosas con palabras

Comencemos desde el más absoluto principio: Génesis 1. En la historia de la creación, resulta inquietante comprobar cómo todo surge de la palabra divina, según lo que los lingüistas –desde que los describiera el filósofo británico John L. Austin– denominan enunciados performativos. Sería algo así como, ahora según el saber popular, el conocido dicho y hecho practicado por los más eficaces, los cuales no tienen nada más que oír o decir una cosa para que esta sea hecha. Nos damos cuenta entonces de que, en este capítulo introductorio, a todo lo que Dios dice que exista comienza, nada más emitir las correspondientes palabras, a existir. Lo atestigua la pertinaz aseveración, «Así fue», que culmina cada acto creativo: la luz, el cielo, la tierra, las plantas, los cuerpos celestes, las criaturas… nada más ser pronunciadas sus palabras en la modalidad imperativa que se trasluce en el uso del subjuntivo: «Haya luz», «Júntense las aguas», «Produzca la tierra», «Produzca el agua»… (Gn 1, 3-24).

Ahora bien, cuando Dios crea al hombre, cambia su discurso, pues ya no es un enunciado performativo el que se deduce de su pensamiento: «Ahora hagamos al hombre. Será semejante a nosotros, y tendrá poder sobre los peces, las aves, los animales domésticos y los salvajes, y sobre los que se arrastran por el suelo» (Gn 1, 26). Y es que en realidad no debió de decir ni media palabra, pues este discurso más bien consiste en un monólogo interior, que brota como un plan de actuación: moldearnos del barro, tal como se nos describe ya en el segundo capítulo del Génesis. Nos podemos imaginar entonces cualquier momento de nuestra actividad creativa, tan sublime, en que estamos completamente concentrados, sólo nos acompaña el silencio y vemos cómo poco a poco va surgiendo la obra, sin necesidad de nada más. Dios, a lo sumo, ha pensado en voz alta cómo va a crear su obra más perfecta. Y para ello no necesita de palabras «mágicas» como las que reproducen los enunciados performativos.

Es el mismo tipo de enunciados que aparecen cuando el sacerdote nos bautiza con las palabras «Yo te bautizo…» o nos absuelve de nuestros pecados con la fórmula «Yo te absuelvo…». O, ya en situaciones más traumáticas, cuando un dirigente proclama «Yo declaro la guerra». Tampoco hay que ser una autoridad moral, civil o eclesiástica para cambiar la realidad con sólo pronunciar unas palabras. Si decimos «Te hago responsable de tu hermano» o «Te invito a mi fiesta» nos estamos acercando ya a ámbitos más domésticos, donde cobran existencia nuevas responsabilidades o somos más felices por una nueva situación, la de estar invitados. En definitiva, es el conocido dicho y hecho. En este sentido, como ya he tenido ocasión de señalar, las palabras son «mágicas» o, para darle mayor trascendencia, hacedoras de nuevas realidades. Hasta en esto se confirma lo que se dice en Génesis1, 26-27: Dios nos hizo semejantes a Él, incluso en su capacidad de hacer cosas con palabras.