Ya lo anticiparon visionarios como Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1953): el exceso de información que produce la televisión, y ahora también Internet, no nos hace más sabios, sencillamente porque nos hará saber más, pero no pensar más. Es lo que tiene lo insustancial de lo que se aprende por estos medios: entretiene, pero no forma, ni construye a la persona; la hará más feliz, pero esa felicidad no le lleva a comprender realmente los arcanos de la vida, sus mecanismos, la relación entre las piezas del puzzle que la conforman.
Existen ya estudios bastante interesantes que relacionan dos tipos de obesidad, ambas, como todas, causadas por el exceso de alimentación y de información inadecuadas. Ambas se dan en las sociedades (hiper)desarrolladas contemporáneas, que tienen más recursos de los necesarios. Hay que pensar, por ejemplo, que los países con mayores tasas de obesidad son, de manera paralela, los que cuentan con un mayor número de canales televisivos, de posibilidades de acceso a la red de redes, a la prensa amarilla, etc.
Estas mismas sociedades han propuesto mecanismos de subsanación que no dejan de formar parte del espectáculo. En el caso de la calidad alimentaria, se propugna la llamada dieta mediterránea. Pero resulta que también se podría prescribir este mismo tratamiento para la obesidad informativa. No hay más que recordar cuál es la cuna de la filosofía, de esa necesidad de buscar la íntima relación del todo con las partes propuesta por el pensamiento clásico, origen de nuestra forma primera de ver el mundo, cada vez más despreciada.