El recientemente clausurado Atrio de los Gentiles ha suscitado un interesante debate acerca del diálogo, de dimensión ecuménica, entre la fe, la cultura y la razón. A petición de Vida Nueva expuse en un número anterior mis reflexiones al respecto y, a la pregunta de si la Iglesia es hoy creadora de cultura, expresé mis inquietudes acerca de su pérdida, en la actualidad, de la condición de referente cultural. En lo que a la música concierne, no debería olvidarse nunca que es el idioma universal por excelencia, por encima incluso de aquella lengua franca, esotérica para muchos, que era el latín; y es por esa universalidad por lo que debería ser verdaderamente apreciada y, en consecuencia, más y mejor tenida en cuenta en nuestra liturgia.
Con independencia de las manifestaciones populares, tan presentes en los cantorales más usados en nuestras celebraciones, hay que mirar verdaderamente al pasado si se quieren encontrar hitos significativos que evidencien la importancia del papel de la Iglesia en la historia de la música. En estos días se ha celebrado la Semana de Música Religiosa de Cuenca, donde prima lo heredado más que los encargos actuales. Además, hace un tiempo que, en estas mismas páginas, recomendé la colección Sacred Music, del sello Harmonia Mundi. La antología llega hasta la Misa de Leonard Bernstein. Ahora me pregunto qué música sacra quedará en este nuevo siglo, y el pesimismo invade mi fuero interno. Y es que ni siquiera A Mass for Peace de Karl Jenkins pertenece ya a este, nuestro tiempo.