El tinte peculiar que cobran las fiestas religiosas en el mundo hispano provoca un desequilibrio en la balanza. La desacralización también está aquí a la orden del día. A componentes como la tradición, la devoción o el fervor se le unen desde siempre, sí, otros menos edificantes y que poco tienen que ver con los valores cristianos, como son el fanatismo, la simonía o la santurronería. Pero en estos tiempos que corren se unen otros condicionantes igualmente terribles: la fiesta se vuelve parranda por culpa del alcohol y lo que antes eran estampas costumbristas se convierten en panoramas desoladores, las cuatropeas de los romeros ceden el paso a las cuatro peas que pillan, el jamón que comparten en botellón y la feria en vomitorio.
Ahora bien, existe algo potencialmente más peligroso, como es la intervención de los cargos políticos en la toma de decisiones sobre la festividad cristiana, al entender que se trata de una celebración cultural. No es de recibo que sean los responsables de la cosa pública los que decidan sobre a quién encomendar la enorme responsabilidad de propagar los valores de una fiesta que, insisto, es ante todo cristiana. Me refiero, por ejemplo, a la conocida figura del pregonero. Casos se están dando en estos últimos tiempos de asignarse dicho papel a personajes que incluso reniegan de la Iglesia, cuando no cargan las tintas sobre el carácter profano de la festividad. Quizás para estos asuntos haya que considerar la necesidad de volver a la figura del censor eclesiástico.